En la cotidianidad agitada de Cali, una ciudad que pulsa entre la resistencia y la fractura social, un hecho reciente ha vuelto a encender las alarmas, no por su espectacularidad, sino por lo que revela del estado emocional y cultural de nuestra convivencia urbana. Un motociclista, requerido por circular en contravía en pleno centro, amenazó con un cuchillo a un agente de tránsito. La escena, captada en video y viralizada en cuestión de horas, retrata una realidad más preocupante que cualquier infracción: la pérdida del respeto colectivo por la institucionalidad.
Este no es un caso aislado. Van al menos doce episodios de agresión contra agentes de tránsito en lo que va del año. La cifra, por sí sola, debería preocuparnos, pero lo más inquietante es lo que hay detrás: una sociedad que ha empezado a deslegitimar, desde la acción individual, las normas mínimas de orden público. No se trata únicamente del repudio a una autoridad particular, sino del rechazo cada vez más explícito a la idea de vivir bajo reglas compartidas.
La escena se repite con ligeras variaciones: agentes que son empujados, insultados, amenazados; ciudadanos que se sienten con derecho a imponer su voluntad por encima de lo colectivo. Incluso el secretario de Movilidad fue recientemente agredido por un supuesto veedor, mientras cumplía funciones institucionales. Estos hechos, más allá del morbo de las redes sociales, nos exigen detenernos y preguntarnos: ¿qué está pasando con nuestra forma de habitar lo público?
La respuesta, por dolorosa que sea, tiene múltiples capas. En primer lugar, hay una erosión sostenida de la confianza en las instituciones, muchas veces justificada por años de corrupción, ineficiencia y clientelismo. Pero también hay un problema más íntimo, menos visible y más corrosivo: la desconexión emocional entre el ciudadano y la ciudad, entre el individuo y la norma, entre el deseo y la responsabilidad. Hemos asumido la calle como un campo de batalla, no como un espacio común.
No se trata de eximir a la institucionalidad de su deber de autocrítica. Los organismos públicos deben revisar sus prácticas, humanizar su trato y reconstruir su relación con la ciudadanía. Pero la violencia no es el camino. Amenazar con un cuchillo a un funcionario que cumple su deber no es una reacción comprensible ni mucho menos aceptable. Es una manifestación de la desesperanza transformada en agresión, de la frustración convertida en odio ciego.
Una ciudad sin ley no es una ciudad libre
Los discursos populistas que exaltan la “libertad” individual sin responsabilidad han hecho daño. Una ciudad sin reglas no es una ciudad más libre; es una ciudad más peligrosa. La anarquía urbana no es sinónimo de democracia, es sinónimo de abandono. Si dejamos que cada quien interprete las normas a su manera, terminaremos viviendo en un entorno de violencia normalizada, donde las víctimas somos todos: los ciudadanos de a pie, los funcionarios públicos, los niños en camino a la escuela, los adultos mayores en una esquina cualquiera.
Cali no puede seguir por esta ruta. Si la agresión a un agente de tránsito se convierte en un espectáculo más, en una anécdota que se olvida al día siguiente, estamos renunciando como sociedad a la posibilidad de vivir en comunidad. Urge un pacto ciudadano que recupere el valor del respeto, no como sumisión, sino como acuerdo básico de convivencia. Que entendamos que quien vela por el cumplimiento de las normas también es un ser humano, con familia, con miedos, con dignidad.
La pregunta de fondo
¿Quién protege a quienes nos protegen? No es una pregunta retórica. Es un llamado a pensar en la fragilidad del tejido institucional que, a pesar de todo, aún sostiene la vida en la ciudad. Y también una invitación a mirarnos al espejo, a asumir que la transformación de Cali no comienza por un decreto ni por un operativo, sino por el cambio profundo de nuestras prácticas cotidianas.
No se trata de aplaudir ciegamente a las autoridades, ni de aceptar el abuso de poder cuando lo haya. Se trata de construir una nueva ética de la ciudad, una donde todos —funcionarios y ciudadanos— nos reconozcamos como parte de un mismo proyecto: el de vivir juntos, en paz, con justicia, y con reglas que no limiten la libertad, sino que la hagan posible.
Por: Paulina Arango M
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