Más que turismo, una ciudad que aprende a narrarse a sí misma desde el asombro, la memoria y la dignidad barrial.
En tiempos donde el vértigo urbano amenaza con volvernos extraños en nuestra propia casa, detenerse a caminar la historia es, quizás, uno de los actos más subversivos. Lo que la Secretaría de Turismo de Cali ha puesto en marcha esta Semana Santa con sus recorridos guiados y gratuitos no es una simple programación cultural para llenar la agenda de visitantes: es un ejercicio de reconexión. Una forma de contarnos como ciudad desde lo que somos, no desde lo que imitamos.
La escena del pasado martes lo confirma: casi cien personas, entre caleños y turistas nacionales e internacionales, se dieron cita para recorrer a pie el centro histórico de la ciudad. No en la prisa del transeúnte habitual, sino en el paso deliberado de quien busca comprender el lugar que pisa. Partieron desde la Plazoleta Jairo Varela —un espacio que encarna tanto la nostalgia como la resiliencia cultural— y avanzaron por sitios que solemos mirar sin ver: el Paseo Bolívar, el Puente Ortiz, la Plaza de Cayzedo. Lugares de tránsito diario convertidos, por unas horas, en escenarios de escucha y mirada profunda.
Foto: Comunicaciones Alcaldía de Cali
Narrarnos desde la raíz
Más allá de los datos arquitectónicos o las curiosidades históricas, lo que se vivió fue un ritual laico de memoria. Cada guía, cada relato, cada observación precisa invitó a resignificar lo conocido. El antiguo edificio de Coltabaco dejó de ser una fachada y se volvió símbolo; el Paseo Bolívar, más que una vía, se convirtió en testimonio del devenir republicano de la ciudad. Así, lo que parecía estático cobró voz. Y esa voz, para muchos asistentes, fue revelación.
Porque hay algo poderoso —y pendiente— en el acto de contarnos a nosotros mismos. Durante décadas, Cali ha sido relatada desde estereotipos: violencia, fiesta, improvisación, informalidad. Pero este recorrido —y los que vendrán— permiten otra narrativa: la de una ciudad con capas, con luchas, con arte y arquitectura, con tensiones históricas que aún nos habitan. Nos invitan a dejar de consumir la ciudad como escenario decorativo y a habitarla como historia compartida.
El centro, espejo y frontera
Que el recorrido se concentrara en el centro de Cali no es casual. El centro es más que el corazón geográfico; es el espejo de nuestras contradicciones. Allí conviven lo monumental y lo marginal, la riqueza patrimonial y la exclusión contemporánea. Por eso, caminarlo conscientemente —aun bajo la lluvia, como ocurrió— tiene un valor simbólico potente: nos recuerda que el centro aún puede ser lugar de encuentro y no solo de paso.
Y lo que se vio fue precisamente eso: comunidad. Personas de Barranquilla, de Medellín, de España, pero también caleños que, como Daniel Alejandro Castellanos, no quisieron perder la oportunidad de mirar con nuevos ojos lo que siempre estuvo ahí. Y eso es quizás lo más valioso de estos recorridos: que están logrando lo que muchos planes urbanos fracasan en hacer —convocar desde el afecto, no desde el deber.
Barrios vivos, orgullo cotidiano
Pero la historia no se queda en lo monumental. La otra cara de esta apuesta se vio también en el barrio Obrero, donde una actividad lúdica con niños y familias, apoyada por la Secretaría de Turismo, recordó que el turismo no debe ser un privilegio exclusivo de ciertas zonas ni de quienes pueden pagar experiencias privadas.
En Obrero, un barrio que vibra con la historia de la salsa, una tarde de juegos simples —globos, dulces, cuentos— se transformó en un acto de reconocimiento mutuo. "Es muy bonito que algo sencillo, como un dulce o un globo, se vuelva una excusa para salir de la casa a disfrutar al aire libre", dijo Carmen Sánchez, vecina del sector. Y tenía razón: el espacio público solo cobra sentido cuando se llena de vida. Cuando se deja de ver como un lugar de paso y se convierte en lugar de pertenencia.
Foto: Comunicaciones Alcaldía de CaliUna ciudad que camina hacia sí misma
Lo que empieza a vislumbrarse en estos recorridos no es solo una nueva estrategia turística. Es un cambio de mirada. Cali comienza a reconocerse no desde la grandilocuencia, sino desde la proximidad. Desde la palabra dicha al oído en una calle vieja. Desde el guía que no solo informa, sino que conecta. Desde el vecino que se siente orgulloso de lo que tiene y lo quiere mostrar.
Y es ahí donde el Estado debe tener claridad: estas actividades no deben ser decorado de temporada, ni escaparates para informes de gestión. Son semillas de ciudad. Son espacios donde se educa en identidad, en memoria, en ciudadanía. Invertir en ellas es invertir en cohesión social, en autoestima colectiva, en turismo con sentido.
Porque cuando una ciudad se atreve a caminar su propia historia —sin esconder sus grietas ni exagerar sus virtudes—, está más cerca de reconciliarse consigo misma. Y en estos tiempos de polarización, olvido y prisa, esa reconciliación no es menor. Es, quizás, el primer paso hacia el futuro que merecemos.
0 Comentarios